La mayoría de personas cree saber cómo piensa, también como piensan los demás, e incluso cómo evolucionan las instituciones. Pero se equivocan. Su conocimiento se basa en la psicología popular o casera, la comprensión de la naturaleza humana mediante el sentido común (que Einstein definía como todo lo que se ha aprendido hasta los dieciocho años), atravesada por conceptos erróneos y sólo algo más avanzados que las ideas que emplearon ya los filósofos griegos.
Edward O. Wilson en su libro Consilience
Ante la pregunta de por qué hay tantas mujeres, y muchos hombres, que aspiran a estar delgados, casi cualquier persona, incluso la menos versada en sociología, señalará un claro culpable: los medios de comunicación, que normalizan la delgadez extrema, rozando la anorexia, y manipulan a la gente para que aspire a ser como ella determina.
Esta idea podría tener parte de verdad, pero resulta demasiado simple para explicar la complejidad de los actos humanos (sin contar con la contradicción de que, actualmente, la obesidad es una epidemia en los países desarrollados, lo cual contradice la aparente capacidad de persuasión de los medios de comunicación respecto a la delgadez). Los motivos que empujan a la gente a ser delgada o encontrar deseable la delgadez forma parte de una inextricable telaraña de micromotivos derivados de la psicología, la sociología e incluso la biología o la genética.
Incluso de la economía.
La delgadez, en este universo de interacciones, ya no sería una cuestión de belleza, sino de estatus o pertenencia a una clase social. Como vestir con determinada marca (o tunear el uniforme del colegio en aras de pertenecer a un clan superior). La obesidad está frecuentemente asociada a un estatus socioeconómico bajo. Así que no importa que la delgadez extrema no atraiga sexualmente a los hombres, ni que la falta de curvas induzcan la idea de escasa fertilidad. El mensaje que transmite la delgadez extrema es: tengo más tiempo y recursos que tú, y en consecuencia soy de una clase superior a la tuya.
La delgadez, en este universo de interacciones, ya no sería una cuestión de belleza, sino de estatus o pertenencia a una clase social. Como vestir con determinada marca (o tunear el uniforme del colegio en aras de pertenecer a un clan superior). La obesidad está frecuentemente asociada a un estatus socioeconómico bajo. Así que no importa que la delgadez extrema no atraiga sexualmente a los hombres, ni que la falta de curvas induzcan la idea de escasa fertilidad. El mensaje que transmite la delgadez extrema es: tengo más tiempo y recursos que tú, y en consecuencia soy de una clase superior a la tuya.
En otra palabras, no importa que un Porsche sea pequeño, incómodo y exageradamente caro, lo que importa es el mensaje que transmite sobre la persona que lo conduce. De igual modo, la delgadez es la otrora blancura de piel, que distinguía a la aristocracia de las personas sometidas a largas jornadas de trabajo bajo el sol. La sangre azul era solo una metáfora de la retícula de venas que se apreciaba bajo una piel blanca e inmaculada. Ahora, el estatus está aparejado a la piel bronceada: tengo tiempo para estar bajo el sol, ergo tengo más tiempo y recursos que tú.
Todos estos mensajes pueden ser más o menos inteligibles u obvios, y, a su vez, se ven continuamente mediatizados por los personajes más influyentes de nuestro entorno. Son los demás los que nos informan sobre la escasez o la complejidad de un producto; el precio solo es un signo más, y muchas veces solo es un efecto colateral. Así como el precio desorbitado de un club de golf no nos informa apenas de la calidad de sus instalaciones, sino del tipo de gente que puede acceder a su exclusiva membresía, la delgadez tampoco informa acerca de la calidad de los genes o del rango de belleza, sino del estatus social. Lo que, en resumidas cuentas, reflejará el grado de aceptación del que disfrutaremos por parte de los demás.
| Ilustración de: Lenin Díaz Gamboa
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Todo comentario es sujeto a moderación. Piensa antes de enviar.