Mary Anning nació en el año 1799 en Lyme Regis, una localidad costera cercana a Dorset, en Inglaterra, en el seno de una familia de clase baja. Era aquella una época en la que el mito creacionista aún era dominante y eran pocos los científicos que se atrevían a hablar de teorías evolucionistas. Fue Lamarck, en 1809, el primero que presentó una teoría reconocida sobre la evolución en su libro Filosofía zoológica.
Siendo una niña de 12 años Anning se topó de casualidad con su primer fósil jurásico. Estaba estudiando los restos de lo que en principio parecía ser un cráneo de cocodrilo, cuando se dio cuenta que aquello no era un animal normal. Lo que tenía en su poder era en realidad los restos casi completos de un ictiosaurio, un dinosaurio marino procedente de la época jurásica; acaba de empezar, sin saberlo, su carrera como paleontóloga.
A los 22 años Anning descubrió el primer resto fosilizado de plesiosaurio y se ganó al fin la admiración de parte del mundo científico. Para otros muchos, la idea de que una mujer fuera una geóloga de prestigio era aún sorprendente. Años más tarde decidió sacar partido económico de sus descubrimientos y abrió su propia tienda de fósiles, lo que atrajo a investigadores y paleontólogos de todas partes del mundo.
Sin embargo, el hecho de ser mujer, sus orígenes humildes y la siempre dañina religión le impidieron participar en la comunidad científica británica de la época, si bien era conocida en los círculos de la época, aunque no con el reconocimiento que ha tenido posteriormente.
Mary Anning moría de cáncer de mama a los 47 años de edad, pero sus descubrimientos dejaron una huella imborrable en el tiempo. El escritor inglés, Charles Dickens, le dedicó uno de sus artículos años después, recordando las enormes dificultades a las que se enfrentó la paleontóloga británica.
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