En el ámbito de la medicina y la atención sanitaria está sucediendo lo mismo: tan sólo debemos sustituir el vocablo “cultura” por el de “ADN”, tal y como señala Nick Bostrom, filósofo y director del Instituto para el Futuro de la Humanidad, en la Universidad de Oxford:
Actualmente parece haber una correlación negativa, en algunos lugares, entre éxito intelectual y fecundidad. Si esa selección estuviese en marcha durante un período de tiempo prolongado, podríamos evolucionar en dirección a ser una especie menos inteligente pero más fértil, Homo philoprogenitus (“que le gusta tener mucha descendencia”).Por otro lado, las mutaciones genéticas que antaño eran peligrosas, hogaño pueden sobrevivir y transmitirse a futuras generaciones, tal y como advierte Steve Jones, genetista del University College en Londres. Alok Jha recoge sus palabras en el libro 50 maneras de destruir el mundo:
La mutación y la selección son la materia prima de la evolución, aquello a lo que las fuerzas aleatorias de la naturaleza pueden dar forma para crear especies. Pero, así como antes eran los genes de una persona los que influían en su longevidad, dejando que fuesen solo aquellos con los “mejores” gentes lo que sobreviviesen y transmitiesen su ADN, la medicina y el estilo de vida modernos han allanado el terreno de juego, reduciendo el material con el que puede jugar la evolución.Estas ideas, que de algún modo promueven la eugenesia, se recogen en un término acuñado en la década de 1970 por el físico y premio Nobel William Shockley: disgenesia. Un concepto que, aunque se enmascare, son herencia casi directa del ideario eugenésico norteamericano de principios del siglo XX, que incluso logró imponer la primera ley de esterilización aprobada en Indiana, Estados Unidos, en 1907, con el asesoramiento del médico penitenciario Harry Clay Sharp:
En reuniones de la Asociación Médica Norteamericana (AMA por sus siglas en inglés), Sharp convenció a sus colegas médicos para que presionaran a sus legisladores para elaborar leyes que permitieran la esterilización involuntaria de criminales sexuales, criminales habituales, epilépticos, “débiles mentales”, e “individuos defectuosos hereditarios”.Actualmente, dicho ideario está más matizado y respaldado por investigaciones recientes, pero su sustrato parece ser muy semejante. Una de esas investigaciones que respaldan la disgenesia es la realizada por Richard Lynn, de la Universidad del Ulster, que sugería que los criminales de Londres tenían casi el doble de hijos que los no criminales.
Para dar credibilidad a dicho estudio, naturalmente, deberíamos asumir que el comportamiento criminal depende en gran parte de nuestros genes. Un tema del que, a pesar de estudios con gemelos y de la influencia del entorno, aún tiene muchos mimbres sueltos.
En El poder de la neurodiversidad, un libro de Thomas Armstrong, se apoyaba incluso la idea de que determinadas “patologías” no sólo pudieran ser ventajosas, sino que podrían contribuir a una necesaria biodiversidad en nuestra especie a fin de afrontar trabajos y desafíos intelectuales desde puntos de vista inéditos o mucho más fecundos (después de todo, Silicon Valley está llena de gente con síndrome de Asperger en diferentes grados, por ejemplo).
Jackie Scully, especialista en ética de la Universidad de Newcastle, abunda en ello:
Los límites del concepto de discapacidad son difusos y controvertidos. Por ejemplo, ¿en qué momento una enfermedad se convierte en discapacidad? ¿Cómo diferenciamos entre las personas discapacitadas debido a un trastorno crónico de aquellas que tienen una discapacidad pero no están enfermas? ¿Y qué pasa con las personas que, aunque padecen una anomalía fenotípica, rechazan la idea de que son discapacitadas? Es demasiado fácil acogerse al término paraguas de discapacidad sin aclarar realmente qué abarca, y también pasa por alto el hecho de que lo que creemos no deseable de una discapacidad (la desventaja, el sufrimiento o el dolor que comporta) puede deberse a razones diversas, no todas ellas biológicas.
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