Si volviéramos a lo orgánico, mucha gente moriría de hambre, y todas las selvas del planeta deberían ser taladas. Eso se debe a que la agricultura orgánica produce poco, tal y como explica Matt Ridley en su libro: El optimista racional:
Esto se debe a química básica, ya que la agricultura orgánica evita cualquier tipo de fertilizante sintético, acaba con los nutrientes minerales en la tierra, particularmente el fósforo y el potasio, pero finalmente el sulfuro, el calcio y el manganeso. Resuelve este problema añadiendo roca triturada o pescado aplastado a la tierra. Éstos tienen que ser extraídos o atrapados. Su problema principal, sin embargo, es la deficiencia de nitrógeno, la cual puede revertir sembrando legumbres (clavo, alfalfa o judías) que fijan el nitrógeno del aire, que se aplican ya se introduciéndolas en la tierra con un arado o dándolas de comer al ganado, cuyo estiércol penetrará la tierra posteriormente.Si nos tomamos todas estas molestias, tal vez consigamos que una parcela de tierra cultivada orgánicamente produzca tanto como lo hace una parcela de tierra no cultivada orgánicamente. Sin embargo, deberíamos usar tierra extra para cultivar las legumbres y dar de comer al ganado, lo cual termina duplicando el área de cultivo.
Y ¿lo de disminuir la dependencia de combustibles fósiles?
a menos que la comida orgánica quiera ser cara, escasa, sucia y pútrida, tiene que ser producida intensivamente, y eso implica el uso de combustible. En la práctica, medio kilo de lechuga orgánica, cultivada en California sin fertilizantes sintéticos ni pesticidas, que contiene 80 calorías, requiere 4.600 calorías de combustible fósil para llegar al plato del cliente en un restaurante de la ciudad: sembrar, deshebrar, cosechar, refrigerar, lavar, procesar y transportar todo eso consume combustible fósil. Una lechuga convencional requiere unas 4.800 calorías. La diferencia es trivial.Los agricultores orgánicos, además, rechazan también la tecnología de la modificación genética, a pesar de que fue un invento brillante de la década de los años 1980 como alternativa más amable a la “cría por mutación” que usaba rayos gamma y químicos carcinógenos.
¿Sabían que ésta era la forma en que muchos cultivos fueron producidos durante los últimos 50 años? ¿Sabían que mucha de la pasta que comemos proviene de una variedad de trigo duro sometida a radiación? ¿Sabían que la mayoría de las peras asiáticas crecen en injertos también radiados? ¿O que Golden Promise, una variedad de cebada especialmente popular entre los cerveceros orgánicos, fue creada en sus inicios en un reactor nuclear británico en los cincuenta a través de una mutación masiva de sus genes seguida de una selección? Para los ochenta, los científicos habían llegado a un punto en el cual, en lugar de esta mezcla aleatoria de los genes vegetales que producía resultados inciertos y mucho daño genético colateral, podían tomar un gen conocido, con una función conocida, e inyectarlo al genoma de una planta para que surtiera así la transferencia horizontal de rasgos entre especies que acontece relativamente poco entre las plantas en la naturaleza (aunque es muy común entre microbios).
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