
En 1914, cuando el polo sur ya había sido hollado -por Amundsen en 1911- y el objetivo de Shackleton era, si cabe, aún más ambicioso que en su expedición anterior: atravesar caminando todo el continente helado.

La banquisa atrapó el barco de Shackleton en el mar de Weddell y cerró su zarpa sobre los veintiocho hombres de la expedición condenándolos a unas vacaciones primero en el páramo helado y luego en la inhóspita Isla Elefante. Unas vacaciones en el infierno.
Contra todo pronóstico, lograron conservar el grado de cordura suficiente como para conseguir regresar a la civilización. Desde de un punto de vista económico, la expedición fue un fracaso: costó mucho dinero y ni siquiera consiguieron poner un pie en la costa antártica donde tenían previsto desembarcar. Desde un punto de vista humano, fue un éxito rotundo: sobrevivieron todos, ni uno sólo de aquellos hombres se quedó en el camino. Todos consiguieron regresar a casa.
¿Cómo lo consiguieron?
La respuesta se puede resumir en un único gerundio: colaborando.
Aquel grupo de veintiocho hombres eran una buena representación de la Humanidad, y por lo tanto eran un grupo heterogéneo. En él había hombres listos, engreídos, fuertes y también obtusos, humildes y débiles, y puede que más de uno fuera más de una de estas cosas a la vez, si no todas.
Parte del relato en el articulo: La patera cósmica
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