En 1909, en una expedición previa a la que le haría ganar la posteridad, Shackleton ordenó dar media vuelta cuando le faltaban relativamente pocos kilómetros para llegar a su meta: el polo sur. Lo hizo por salvar la vida, la suya y la de sus hombres.
En 1914, cuando el polo sur ya había sido hollado -por Amundsen en 1911- y el objetivo de Shackleton era, si cabe, aún más ambicioso que en su expedición anterior: atravesar caminando todo el continente helado.
En esta nueva ocasión, sin embargo, ni siquiera consiguieron llegar hasta el punto de tierra firme donde tenían previsto iniciar la travesía de la Antártida: les detuvieron sus hielos guardianes, a tan sólo un día de navegación de la costa donde iban a desembarcar.
La banquisa atrapó el barco de Shackleton en el mar de Weddell y cerró su zarpa sobre los veintiocho hombres de la expedición condenándolos a unas vacaciones primero en el páramo helado y luego en la inhóspita Isla Elefante. Unas vacaciones en el infierno.
Contra todo pronóstico, lograron conservar el grado de cordura suficiente como para conseguir regresar a la civilización. Desde de un punto de vista económico, la expedición fue un fracaso: costó mucho dinero y ni siquiera consiguieron poner un pie en la costa antártica donde tenían previsto desembarcar. Desde un punto de vista humano, fue un éxito rotundo: sobrevivieron todos, ni uno sólo de aquellos hombres se quedó en el camino. Todos consiguieron regresar a casa.
¿Cómo lo consiguieron?
La respuesta se puede resumir en un único gerundio: colaborando.
Aquel grupo de veintiocho hombres eran una buena representación de la Humanidad, y por lo tanto eran un grupo heterogéneo. En él había hombres listos, engreídos, fuertes y también obtusos, humildes y débiles, y puede que más de uno fuera más de una de estas cosas a la vez, si no todas.
Parte del relato en el articulo: La patera cósmica
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