En la Primera Guerra Mundial, los soldados desfigurados incluso llevaban rostros de metal de quita y pon.
Pero hasta que la serendipia llegó al doctor sueco Per-Ingvar Branemark, en 1952, nadie había conseguido antes que el metal o la madera se integrara de verdad en el cuerpo, en plan cyborg venido del futuro para matar a Sarah Connor.
La razón de que sea tan difícil integrar un material extraño en el cuerpo es que el sistema inmunitario lo rechaza, sin importar la naturaleza del material. Por ejemplo, cuando nos disparan un perdigón de caza, como si fuéramos uno de esos elefantes del rey, nuestras células sanguíneas envuelven el cuerpo extraño, el perdigón, en un escurridizo y fibroso colágeno, así se evita que vaya desprendiendo fragmentos, por ejemplo.
Justo el proceso que ocurría con cualquier clase de implante en un cuerpo humano. Hasta que Branemark descubrió que esto no sucedía con el titanio. A pesar que hay metales como el hierro, que el cuerpo metaboliza, lo único que parecía aceptar el sistema inmune era precisamente un material que el cuerpo no necesita en ningún momento de su vida, como es el titanio.
Porque el titanio hipnotiza las células sanguíneas, tal y como explica Sam Kean en su libro La cuchara menguante:
no desencadena ninguna reacción inmune e incluso camela a los osteoblastos del cuerpo, las células encargadas de la formación de los huesos, para que se unan a él como si no hubiera ninguna diferencia entre el elemento veintidós y el hueso de verdad. El titanio puede integrarse plenamente en el cuerpo, engañándolo por su propio bien. Desde 1952, se ha convertido en el elemento estándar en los implantes dentales, las prótesis de dedos y las de articulaciones, como la prótesis de cadera que recibió mi madre a principios de la década de 1990.Si os apetece leer otra curiosidad sobre otro elemento de la tabla periódica, el estaño, tal vez os interese echar un vistazo a Lo más fuerte se vuelve quebradizo o de cómo el estaño mató al primer hombre que quiso llegar al Polo Sur.
Todos murieron en marzo de 1912 porque fueron incapaces de cocinar o de fundir hielo para beber. Alguien misterioso parecía haberse apropiado de todo aquel queroseno. Pero no era alguien, sino “algo”. El estaño de las soldaduras.
Y es que hoy sabemos que cualquier herramienta, moneda o juguete de estaño puro, al enfriarse, exuda una especie de óxido blanco que lo cubre todo como la escarcha blanca cubre una ventana en invierno. Este óxido blanco se rompe después en pústulas, y debilita y corroe el estaño hasta que éste se hace añicos, como si fuera de quebradizo cristal. Scott, pues, había perdido su valioso queroseno cuando el estaño que cubría las juntas se partió.
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